Marzo de 2005:
Cuando Islandia le dijo “sí” a un genio caído

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✍️ Por Julio GC| 25 de marzo de 2025

“Veinte años no es nada”, decía Carlos Gardel en su tango “Volver” (1935), y lo decía con voz de quien sabe que el tiempo no borra, apenas disimula. La frase, que suena a consuelo, es también un eco de derrota: el regreso tras “las hondas horas de dolor”, bajo “el burlón mirar de las estrellas”. Para Bobby Fischer, esas dos décadas fueron el capítulo final de una vida tan brillante como desgarrada. Para Islandia, en cambio, siguen siendo un gesto de dignidad callada, un acto de memoria que aún conmueve y honra.

En marzo de 2005, el mundo ya estaba en otra cosa. La Guerra Fría era historia, el ajedrez ya no acaparaba portadas. ¿Y Fischer? Estaba detenido en un centro japonés, olvidado por muchos, recordado por pocos, y requerido por Estados Unidos por haber participado en el match Fischer–Spassky (1992), en Yugoslavia, trece años antes.

Entonces ocurrió algo fuera de lo común.

Alþingishúsið — Iceland's Parliament House, Reykjavík
Alþingishúsið, sede de una decisión que, en 2005, devolvió la libertad a Bobby Fischer.

El Parlamento de Islandia (Alþingishúsið), sin votos en contra, decidió otorgarle la ciudadanía. Así, sin estridencias ni declaraciones grandilocuentes. No fue una medida cómoda ni popular. Fue una decisión nacida de la conciencia, una forma de decir: este hombre puede estar quebrado, pero recordamos quién fue y no abandonamos a nuestros héroes muertos en vida.

Hoy cuesta creerlo. En julio de 2004, Bobby Fischer fue detenido en el aeropuerto de Narita, acusado de viajar con un pasaporte que su propio país le había revocado sin aviso. Desconcertado, gritó que era una injusticia. Lanzó insultos, mezclando rabia y desesperación. Pidió que lo dejaran en paz. Nadie parecía escuchar.

Pasó nueve meses en un limbo legal. Japón lo retenía, pero no sabía bien qué hacer con él. Estados Unidos exigía su extradición; Fischer la combatía con furia. Nadie parecía tener una salida, hasta que Islandia intervino.

Con la ciudadanía islandesa aprobada, Japón ya no tenía excusas. Entre la presión diplomática y la solución que Islandia ponía sobre la mesa, las autoridades japonesas aceptaron liberarlo. Fischer partió hacia Reikiavik el 24 de marzo de 2005, acompañado por su pareja y por un funcionario islandés. Fue un viaje largo, tenso y profundamente simbólico.

Cuando llegó a Reikiavik, delgado y amargado, no fue el regreso triunfal de un hijo pródigo. No sonrió a las cámaras, las enfrentó con gesto endurecido. “Me secuestraron”, dijo. “Arruinaron mi vida.” Su voz oscilaba entre la rabia y el cansancio.

Y sin embargo, Reikiavik lo recordó. Las mismas calles que había recorrido en 1972, cuando con 29 años había derrotado a Spassky y transformado la imagen del ajedrez, lo recibieron otra vez. Sin fanfarrias, pero con afecto: una mirada cómplice en la calle, un plato de comida dejado por un vecino, un país que, en voz baja, le decía: “Seguís siendo uno de los nuestros.”

Con el tiempo, Fischer se fue desdibujando de la vida pública. Vivía en un apartamento modesto. A veces se lo veía caminar solo al atardecer, a veces murmuraba en voz baja. Ocasionalmente montaba un tablero, solo para derribarlo al poco rato. A un periodista le dijo una vez: “El ajedrez está muerto.” Y pensando, casi en susurro: “Igual sigo siendo el mejor.”

Islandia le dio paz, o algo que se le parecía. Le dio un lugar donde dejar de huir. Y por esa decisión, ese acto silencioso de claridad moral, Islandia merece más gratitud de la que solemos expresar. Porque en el fondo, esta historia no es sobre la furia ni la caída de Fischer. No trata de los años perdidos ni de los momentos brillantes. La historia verdadera es la de un país pequeño que supo lo que significaba ofrecer refugio; no solo a un cuerpo, sino a un alma que ya no era deseada en ningún otro lugar.

Veinte años después, recordamos. No para idealizarlo ni para ignorar sus sombras, sino para no repetir lo que se hizo con él. A Fischer lo convirtieron en estandarte de una lucha que no eligió, lo empujaron al centro de una Guerra Fría simbólica que Estados Unidos quería ganar en todos los frentes: incluso sobre un tablero. Lo celebraron cuando venció al soviético. Lo abandonaron cuando ya no era útil. Primero lo presionaron para jugar; después le prohibieron jugar. Lo usaron para humillar a la URSS, y luego lo humillaron a él.

En marzo de 2005, Islandia eligió otra cosa. No la gloria ni el cálculo: eligió no dejarlo solo. Y ese gesto, silencioso y firme, todavía nos recuerda que hay momentos en que la humanidad pesa más que el protocolo, y la memoria más que la política.

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Comentarios:

A propósito de la lectura de la nota, un amigo del ajedrez me escribió un mensaje rápido por WhatsApp: “Sigue siendo inconmensurable tu admiración por Fischer 🙂”. Ese comentario me hizo pensar que tal vez la intención de la nota no quedó del todo clara.

En realidad, el artículo no busca ensalzar a Bobby Fischer. Si se lo lee con calma, se advierte que no hay adjetivos rimbombantes ni esfuerzos por idealizar su figura. Lo que el texto intenta resaltar —y poner en valor— es el gesto valiente y profundamente humano del pueblo y del gobierno islandés.

Mi propósito fue destacar cómo, en un mundo cada vez más insensible, Islandia supo actuar con dignidad, tendiéndole la mano a un hombre que había sido abandonado incluso por quienes antes lo habían aclamado. La historia aquí no es la del genio caído, sino la de una nación pequeña que supo estar a la altura de los grandes principios.

Admirar esa decisión no implica justificar todas las acciones de Fischer. Es, más bien, una forma de celebrar los valores que él, en ese momento crucial, recibió de otros.

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